¿Qué ocurre cuando nos convertimos en padres o madres?

Cuando nos convertimos en madres o padres se pone ante nosotros una nueva oportunidad para ser la mujer o el hombre que vinimos a ser.

¿Y esto qué quiere decir?

Resulta que cuando fuimos niños, es posible que viviésemos experiencias en las que sentimos soledad, incomprensión, rechazo, falta de presencia, falta de mirada y esto se quedó dentro de nosotros formando una herida. Hemos ido construyendo nuestra plantilla de vida, nuestra personalidad, creando nuestras defensas para sobrellevar aquellas experiencias.

La maternidad – paternidad es un momento vital en el que afloran miedos, conectamos con el temor a no hacerlo bien y también conectamos con el hijo/a que fuimos, lo que muchas veces nos empuja a reflexionar sobre los patrones que no queremos repetir, pero que, sin darnos cuenta, son los que tenemos más automatizados. Seguro que te has encontrado a ti mismo diciendo o pensado esas frases que tanto te molestaban cuando te las decía tu madre o tu padre. Y es natural que pase, es lo que hemos aprendido.

Con los hijos suele pasar que nos cuesta darles aquello que no tuvimos, nos cuesta acompañar su llanto, estar presentes, jugar, sostener un enfado, aceptar su rechazo, etc. Nuestros padres nos dieron a nosotras en la medida de lo que ellos recibieron de sus padres, y así se va formando la cadena de carencia.

Nuestros padres nos han dado y amado todo lo que han podido, de eso no tenemos duda. La cuestión es que no siempre lo que nos dieron fue acorde a lo que nosotros necesitábamos. Cuando somos adultos, muchos de nosotros nos encontramos con que todavía estamos esperando recibir amor, mirada, comprensión, seguridad, aprobación, escucha, y lo vamos pidiendo a otras personas con las que tenemos intimidad emocional, que puede ser nuestra pareja y cuando nos convertimos en madres o padres, a nuestros propios hijos o hijas.

La infancia es la etapa de recibir y la adultez es la etapa de dar, en ese orden hay equilibrio. Lo que pasa es que dar lo que no tuvimos nos duele, nos remueve, nos incomoda y a la vez, curiosamente nos libera y nos ayuda a sanar. Suele pasar que nos resistimos a reconocer esas carencias de nuestra infancia porque resulta doloroso y también porque nos incomoda poner en evidencia a nuestros padres. Sin embargo, no se trata de juzgar a nadie, se trata de tomar la responsabilidad de confrontar nuestro pasado, revisando lo que nos faltó y honrando también a nuestros padres, porque ellos lo hicieron lo mejor que pudieron, a pesar de no haber sido suficiente para lo que pudimos necesitar.

La mayoría de las mujeres de nuestra generación hemos llegado a la maternidad en un momento histórico en el que la crianza se vive desde la soledad, no solemos contar con apoyos y referentes cercanos que nos sirvan de sostén. Como suelo decir, no hay tribu con la que compartir ni de la que aprender. Además, es frecuente que hayamos crecido en un entorno en el que la educación emocional no haya estado presente, por lo que muchas veces ahora como adulto no sé identificar ni lo que siento, y si lo identifico, puede que no me lo permita por vergüenza, por no preocupar, por no sentirme vulnerable, por pensar que estoy equivocado. Todo esto sucede en un plano inconsciente del que no nos damos ni cuenta. ¿Y cómo hemos llegado a no ser conscientes de lo que estamos sintiendo? Sencillo, antes de ser adulto has sido niño y has estado expuesto a mensajes, no solo de tus padres, también de otros adultos importantes para ti, del tipo:

“No llores, eso no es nada”.

“Cómetelo que está muy bueno, mira el avión, que viene que viene”

“Ponte la chaqueta que hace frío”

“Estate quieta un rato que me pones nervioso”

“Lo que te ha pasado con tu amiga es una tontería, mañana ni te acuerdas”

“Cállate un poco que pareces un loro”

“No seas vergonzosa, dale un beso al tío”

“Esta niña siempre está mala, cuando no es una cosa es otra”.

“Eso te pasa porque te lo mereces, la próxima vez aprendes”

“Tu eso no lo hagas que eres muy torpe y te caerás”

“Es que estoy así por tu culpa, me tienes harta”

Como puedes ver en estos ejemplos, a través de mensajes sutiles que en más o menos medida todas hemos escuchado, se pone de manifiesto cómo lo que nos decían a menudo iba en contra de lo que sentíamos y necesitábamos, y aprendimos poco a poco a desconectarnos de nuestras emociones y a vivir según lo que nuestros adultos querían o necesitaban.

Ahora que eres madre – padre, y quieres acompañar a tu hijo o tu hija en su infancia, te encuentras en situaciones parecidas a estas de los ejemplos, y te resulta difícil porque resuena en ti lo que hicieron contigo, despertándose la memoria emocional de tu infancia, esa herida que interfiere entre la madre – padre que quieres ser y la madre – padre que eres.

En primer lugar, tenemos que tomar conciencia de nuestra infancia, los mensajes que recibías, cómo te trataban, si podías equivocarte, ¿cómo fue el estilo de educación de tus padres?

En segundo lugar, pasamos a nombrar lo que te pasó y cómo te sentiste, sin intentar “salvar” a tus padres, recuerda que esto no es un juicio. Solo estamos dando voz a aquello que te pasó. Puede tratarse de castigos, de mensajes que se han quedado grabados en tu memoria, mandatos sobre lo que debías ser. Lo importante es que puedas nombrarlo (y escribirlo) aceptando que así fue.

En tercer lugar, vamos a validar nuestras emociones. Aquello que sentiste estaba bien. Las emociones no se equivocan, por mucho que nuestros adultos sin pretenderlo nos hayan provocado un poco de confusión. Dite a ti mismo que sentir aquello (miedo, rabia, tristeza, soledad, presión, lo que sea) está bien. Date permiso para sentir esas emociones si vienen ahora al presente. Sintiéndolas te estás liberando de ellas.

En cuarto lugar, nos responsabilizamos de nuestro niño y nos hacemos cargo de aquello que ahora sabemos. Ya comprendemos y sabemos el porqué de muchas de nuestras reacciones y formas de educar, ahora toca pasar a la acción.

En último lugar, te propongo que hagas el ejercicio de comprender la realidad emocional de tus padres y sus circunstancias, sin sentir la necesidad de justificar ni defenderles. Solo honrarles tal y como son y reconocerles que gracias a ellos tú estás aquí, y que eres quién eres gracias a ellos. Agradecer te libera peso. Siéntelo.

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