Me sé la teoría, pero no consigo ponerlo en práctica. ¿Te ocurre?

Imagino que te has preguntado más de una vez: ¿por qué si he trabajado tanto para transformar mi forma de criar, mis hijos siguen tocando mis teclas? Me refiero con teclas a eso que te hace perder el control y que te hierva la sangre.

Cuando acompaño a madres y padres en su crianza, tarde o temprano aparecen lo que en terapia llamamos heridas de la infancia o también conocido como la niñ@ herid@. ¿Y qué es esto de estar herido/a?

Cuando nacemos, lo hacemos en unas condiciones de absoluta dependencia y por definición estamos en inferioridad. Necesitamos que nuestra madre o nuestro padre nos alimente cuando sentimos hambre, que nos abrigue si tenemos frío, que nos mantengan limpios, que nos den consuelo cuando lloramos. Como pudimos ver en la lección del apego, para que nuestros padres pudieran atender nuestras necesidades es muy importante que sepan reconocerlas en ellos mismos en primer lugar. Las necesidades cuando somos bebés parecen muy evidentes y suelen ser atendidas casi sin discusión.

Sin embargo, los bebés van creciendo, y de repente te encuentras con mensajes del tipo “no llores que ya eres mayor, o que te pones muy fea”, “es que te enfadas por tonterías”, “pero… ¿qué quieres?” “Si te aburres te aguantas”. Tus padres empiezan a limitar tu movimiento pidiéndote que te estés quieto, que no molestes, que te estés en silencio, que no interrumpas, etc. A todas y a todos en mayor o menor medida nos ha pasado algo parecido ¿verdad? No se trata de grandes traumas, son las vivencias del día a día de una infancia como la nuestra, que hemos crecido en un entorno en el que la educación emocional más bien no se conocía. Todas hemos necesitado sentirnos escuchados, tenidos en cuenta, valiosos y queridos. Son necesidades universales.

Cuando hablamos de nuestra niñ@ interior nos referimos a esa parte de nosotras que conecta con lo más esencial, lo más vulnerable y lo más auténtico de nosotros mismos. Si te imaginas a una niña ¿qué te viene a la cabeza?  A mí me viene correr, saltar, trepar, bailar, reír, jugar, gritar. Esas son las necesidades auténticas de la infancia. Sin embargo, a medida que vamos creciendo, nos vamos encontrando con que nuestros padres y otros adultos ponen freno a esas necesidades.

Durante la infancia tenemos que elegir entre satisfacer nuestras necesidades y deseos, aunque ello conlleve que mamá y papá dejen de “verme” dejen de “darme amor”, o renunciar a nuestras necesidades y deseos a favor de ser vistos, amados y tenidos en cuenta. La elección en ese periodo de la vida está clara, un niño o una niña si tiene que elegir entre dejar de amar a mamá (entendiendo amar como complacerla para ser amada por ella) o dejar de amarse a sí mismo a favor de complacer a mamá, siempre elegirá lo segundo. No nos olvidemos que el sentimiento de pertenencia es irrenunciable, y si siento el rechazo, la corrección, el juicio, la crítica y el desprecio por parte de mis padres cuando me comporto de acuerdo con lo que mi naturaleza me dicta, dejaré de hacer eso que les molesta para recuperar su mirada, su aprobación, su amor, su presencia.

Un/a niño/a no es lo suficiente maduro para entender que la manera en que otros la tratan tiene que ver con ellos, no con el/ella. Siempre va a pensar que los adultos la tratan como se merece, no lo va a poner en duda, simplemente lo aceptará, y por tanto dejará de confiar en sí mismo, dejará de quererse y estará convencido de que hay algo que no funciona en el/ella. Imagina el impacto que esto va a tener en su vida adulta.

Cada vez que como niñ@ tengo que renunciar a mi verdadera necesidad, eso me genera una emoción que puede ser tristeza, rabia, decepción, miedo, vergüenza, asco. Las emociones reprimidas en la infancia se quedan guardadas, no desaparecen, se almacenan sin ser procesadas. Cuando fuiste niñ@ te tocó vivir experiencias con tus padres y en la escuela que no supiste cómo resolver. Viviste lo que te tocó vivir y el resultado fue que en esos momentos tuviste que hacer maniobras para poder defenderte de esas experiencias que te provocaban dolor, bloqueaste tus necesidades emocionales y acabaste diciéndote que NO a ti mism@. Estos bloqueos emocionales son tus disparadores, muchos años después sigues repitiendo esos mismos patrones defensivos porque quieres evitar ese dolor. Este es un mecanismo inconsciente que lo que busca es protegernos. Por eso requiere de un alto grado de consciencia para poder darnos cuenta.

Te pongo algunos ejemplos de cómo lo que paso en la infancia puede estar manifestándose en la vida adulta:

Una niña a la que le daban comida para que se calmase y dejase de llorar puede ser una adulta que se calma comiendo.

Una niña a la que no le dejaban quejarse porque molestaba puede ser una adulta que no reconoce su dolor.

Una niña que tenía hermanos pequeños y le decían que tenía que ser buena y cuidarlos puede ser una adulta que está pendiente de que todos estén bien, pero se olvida de estar bien ella misma.

Una niña a la que nunca le daban la razón ni podía opinar o decidir puede ser una adulta que necesita estar por encima del resto y está a la defensiva.

Una niña a la que le decían que no fuese desagradecida y negaban sus motivos para estar triste puede ser una adulta que hoy ignora sus señales de tristeza y reprime el llanto.

Una niña a la que reñían y castigaban si no era excelente en la etapa escolar puede ser una adulta que pasa muchas horas de su vida trabajando y nunca es suficiente.

Una niña que se sintió sola y con falta de afecto puede ser una adulta que no sabe poner límites a los demás y construye relaciones de dependencia.

Una niña que tuvo adultos muy exigentes y autoritarios que no permitían los errores puede ser una adulta que se exige mucho y está pensando siempre en cómo ser perfecta.

Una niña que vivió una educación represiva y abusiva puede ser una adulta que no sabe escuchar sus necesidades y se muestra complaciente con los demás.

Cuando hablamos de herida infantil nos referimos a la distancia que existe entre lo que necesitaste y lo que recibiste. No se trata tanto de lo que pasó, sino más bien de la soledad con la que viviste aquello que pasó y sobre todo, lo que te hizo sentir aquello.

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